Este mes te presento el
siguiente libro de lectura.
El robo de La Gioconda. Las
aventuras de Alfred & Agatha
Descripción:
París y su bohemia acogen a
Alfred, Agatha y Morritos durante sus vacaciones. Fred Miller, el padre de
Agatha, ha viajado hasta allí para revitalizar su negocio y los tres
investigadores no dudan en acompañarle. Una vez instalados, los chicos conocen
a Pablo Picasso, un florecient pintor que trabajaba en las calles de Montmarte.
Fascinado por la magia de la ciutat, Alfred aprovecha, además, para visitar a
George Méliès, un cineasta del que es admirador. El viaje promete ser
maravilloso. Pero todo cambiará cuando una mañana, Picasso sea acusado de robar
La Gioconda, el cuadro más famoso del Louvre. El equipo de Miller & Jones
tendrá que suspender sus vacaciones y adentrarse en un caso rebosante de
sospechas.
Capítulo 1 El Salón de Otoño.
El eco de los visitantes
retumbaba entre las paredes del Grand Palais de París. Los susurros de las
señoras se sumaban al repiqueteo de los bastones de los caballeros, que
caminaban formando un ejército de piernas de madera. Al oírlos, cualquiera
podía hacerse una idea de lo mucho que la sociedad parisina deseaba la
inauguración de aquel acto.
El Salón de Otoño era una
cita imprescindible para los amantes de la pintura. Se celebraba una vez al año
y la exposición reunía las mejores obras del momento.
El señor Miller, el padre de
Agatha, no se perdía ninguna edición. Se movía en París como pez en el agua,
pues al dedicarse por completo al negocio del arte, no descuidaba ninguna
ocasión para tratar con posibles clientes.
Fred Miller era un hombre
muy práctico. De todas las señoras que paseaban entusiasmadas por el Grand
Palais, no había ninguna que se le despistara. Y lo mismo con los caballeros.
Tenía registrado a cada uno de ellos en su impecable cabeza, hasta el punto de
conocer bien sus biografías y la de todos sus parientes cercanos. Gracias a
eso, Fred Miller siempre sabía a quién preguntar, sobre qué cuestión y lo más
importante: de qué modo. Así conseguía la mejor efectividad para sus negocios.
Podría afirmarse de manera
rotunda que el señor Miller era un experto en París y sus costumbres, pues el
protocolo había sido el mismo año tras año. La visita al Salón de Otoño siempre
sucedía de igual modo, como si se tratara de uno de esos bailes de sociedad en los
que solo hubiera que memorizar los pasos. Sin embargo, aquella vez iba a ser
diferente. Fred Miller viajaba con compañía. Las características del negocio y
el ajetreo de ir de aquí para allá complicaban que su hija pudiera acompañarle
en sus viajes, pero en aquel caso el señor Miller había hecho una excepción.
París era la capital del
arte, una ciudad imprescindible para cualquier persona con inquietudes, y como
Agatha hacía tiempo que procuraba incluir a su amigo Alfred en todos sus
planes, el señor Miller había accedido a que fuera con ellos también.
Alfred estudiaba dibujo.
Estaba muy interesado por todo lo que tuviera relación con la pintura. El señor
Miller era consciente de su origen humilde, así que no había dudado en
comprarle el pasaje. Alfred podría observar las últimas tendencias y, quién
sabe, tal vez aquel viaje haría de él un gran artista. Fred Miller estaba
convencido de estar haciendo una buena inversión.
—Qué lugar más impresionante
—había exclamado Alfred la tarde que todos llegaron a la capital francesa—. Me
había hecho a la idea de que París sería bonita, pero jamás pensé que fuera
tan… grandiosa.
—Es una de las ciudades más bellas del mundo
—afirmó el señor Miller—. Sin olvidar Roma, por supuesto.
Fred Miller siempre hablaba
dejando probabilidades sueltas. No entraba en su carácter afirmar las cosas de
modo categórico y ese era uno de los rasgos que Agatha más admiraba de su
padre. Con él era fácil hablar de cualquier tema. A pesar de que, por culpa de
sus continuos viajes, la niña pasaba más tiempo al año con su madre, solía
sentirse más cercana a su padre y su modo de pensar.
El señor Miller afirmaba que
Agatha siempre podría hacer lo que se propusiera. Miraba con buenos ojos todas
y cada una de sus inquietudes. En especial, lo relativo a sus asuntos de
detectives. Gracias a él, Agatha había podido fundar Miller & Jones, su
agencia de investigación. El día que la niña lanzó su propuesta, algo que hizo,
por supuesto, una mañana que su padre estaba en casa, su madre no se había
posicionado muy a favor. Según la señora Miller, aquella ocurrencia tan
extravagante no era la más adecuada para una señorita del opulento barrio de
Bayswater, aunque tampoco se sofocó demasiado. Tal vez porque no creía que la
cosa fuera a mayores. Sin embargo, el señor Miller se mostró entusiasmado con
la idea. Sugirió que Agatha y Morritos debían instalarse en el invernadero y
que comenzaran a trabajar con ahínco, si ese era su deseo. Gracias a eso Miller
& Jones había nacido, había crecido y, tras sumar más tarde a Alfred al
equipo, había conseguido resolver numerosos entuertos.
Aquella mañana, por tanto,
Alfred, Agatha y Morritos cruzaron el umbral del Grand Palais encantados de
tomarse unas vacaciones. Los últimos casos de la agencia habían sido muy
intensos y el viaje supondría un bálsamo después de tanto ajetreo. París se les
presentaba como un lugar rebosante de cosas bonitas. Sobre todo para Alfred,
que estaba encantado con asistir al Salón de Otoño, la mejor exposición de
pintura del mundo.
Una vez dentro del pabellón,
el muchacho inspeccionó cada uno de los cuadros diseminados por las paredes con
la intención de retener lo máximo posible en su memoria.
—Si fuera por Alfred, nos
tiraríamos aquí todo el día —murmuró Agatha a Morritos en un volumen lo
bastante alto como para dejarse oír—. Creo que deberíamos prepararnos para
cuando visitemos el Museo del Louvre. Será capaz de quedarse en él hasta la
noche.
Alfred hizo como si la
conversación no fuera con él. Morritos, en cambio, resopló dándole la razón a
su socia. Ignoraba si a los perros se les permitía entrar en el museo, pero tal
vez ahorrarse aquella visita fuera una bendición en lugar de un fastidio.
Tras entregar sus abrigos en
la consigna, el señor Miller se aproximó a ellos y señaló al otro extremo del Grand
Palais.
—Vayamos hacia la sala 7. He
quedado allí con alguien. Además, quiero ver los cuadros de esa zona. Son lo
más moderno de la exposición.
Al oír aquello, Alfred se
incorporó frente a la pintura que estaba observando y, sin mediar palabra, echó
a andar tras el señor Miller. Agatha y Morritos se miraron con complicidad y se
sumaron al grupo. Era muy gracioso ver a Alfred comportarse de un modo tan
obediente.
Una vez en la sala 7, Agatha
y Morritos comprendieron a qué se refería el señor Miller. Lo que la estancia
ofrecía no tenía nada que ver con los cuadros que habitualmente decoraban las
mansiones de Londres. La sala poseía una paleta de colores que anonadaba a
cualquier visitante. Era cierto que Agatha había visto alguna pintura poco
habitual en el almacén de su padre, pero nada comparado con aquello. Alfred,
por su parte, admiraba embelesado cada una de las obras de la sala. Aquella
explosión de ideas era tan distinta, que no sabía por dónde empezar.
—Es impresionante, ¿verdad
que sí? — susurró el señor Miller al oído del chico—. Sabía que te gustaría.
Alfred intentó articular una
respuesta. Estaba deslumbrado por una de las pinturas, que mostraba la torre
Eiffel de un modo totalmente desordenado, como si estuviera descompuesta en
pedacitos. A pesar de que Alfred aún no había podido visitar el famoso
monumento, supo reconocer la torre nada más ver el cuadro. Jamás se le habría
ocurrido un modo tan original de representarla. Sin duda, aquel modo de pintar
era excepcional.
Iba a comentárselo al señor
Miller, pero se dio cuenta de que se había movido de su sitio. El padre de
Agatha se hallaba en el otro extremo de la sala y en aquellos momentos charlaba
amistosamente con otro hombre. Agatha y Morritos, que también se habían quedado
impactadas al ver la torre Eiffel desordenada, se aproximaron a Alfred, y los
tres aguardaron a que el señor Miller regresara.
—Os presento al marqués de
Valfierno —dijo este al llegar hacia ellos e introducir al recién llegado en el
grupo—. Es un viejo conocido y mi enlace en París. Puede presumir de ser el
mejor ojeador de obras de arte de la ciudad.
Agatha llevaba oyendo el
nombre de Valfierno toda la vida. Desde que era bien pequeña, aquel marqués
había sido mencionado en su casa cada vez que su padre viajaba a la capital
francesa. Así que se alegró, al fin, de ponerle cara.
Morritos también observó con
interés al nuevo individuo. Lucía una barba muy bien perfilada que dejaba ver
su tez morena. Tenía aspecto de haber dado muchos paseos por la playa, pues era
difícil que el sol parisino hubiera causado aquel tono de piel.
—Es un placer conoceros
—dijo el marqués con un marcado acento.
Alfred, a quien tampoco se
le había escapado el bronceado del desconocido, pensó que aquel modo de hablar
era de lo más seductor. Se trataba de una mezcla extraña. Y no era francesa. Su
curiosidad era tal, que el chico no vio nada de malo en indagar su origen.
—Usted no es de por aquí,
¿verdad?
Al oír aquello, el señor
Miller y el marqués de Valfierno se deshicieron en carcajadas. Las risas
duraron tanto tiempo que Alfred se planteó si habría dicho alguna tontería. No
obstante, Valfierno le sacó de dudas de inmediato.
—En efecto, mi lugar de
nacimiento no es París, sino Argentina —aclaró el hombre—. Supongo que mi modo
de hablar es una mezcla entre muchos acentos. Aunque he de advertirle, señor
Alfred, que la mayoría de los parisinos dedicados al arte nacieron en otros
lugares. Es una ciudad que acoge a todo el mundo. Da igual la procedencia. Por
eso estoy tan enamorado de ella.
No había duda de que el
señor Valfierno tenía alma de artista. Se notaba que su carácter era muy
apasionado. Agatha pensó cuán afortunado se sentiría con su oficio, un trabajo
que le permitía estar continuamente rodeado de gente muy creativa.
—Hablando de artistas
extranjeros —intervino el señor Miller dirigiéndose a Valfierno—, no veo ningún
cuadro de aquel pintor que me mencionaste. Ese que era español. No hay nada
suyo en la exposición.
—Ah, te refieres a Picasso
—respondió el marqués—. Sí, ha habido cierta controversia y este año no estará
en el Salón.
—¿Ah, no? —preguntó el señor
Miller con extrañeza.
Valfierno miró alrededor con
aire misterioso. Parecía que estuviera a punto de revelar algo impor tante a su
socio. Alfred, Agatha y Morritos pegaron el oído para escuchar el chisme;
aunque los tres intentaron que no se les notara demasiado.
—Todo es por culpa de esas
ideas tan revolucionarias que tiene sobre el arte —aclaró el marqués en voz
baja—. Pablo Picasso tiene mucho carácter. Habla demasiado y eso le está
costando muchas enemistades. Aunque eso no debería cambiar tu opinión acerca de
él.
—No sé, no sé. Tengo que
pensarlo —el señor Miller se rascó la barbilla—. Apoyar a un artista tan
polémico…
—Deberías conocerlo
—insistió el marqués—. No pierdes nada por ver sus pinturas. ¿Quién sabe? Lo mismo
es un buen negocio.
El señor Miller torció el
gesto y Agatha entendió lo que estaría pensando. Fred Miller poseía una mente
muy abierta, pero no tanto como para poner en peligro su reputación.
Agatha sabía que los
negocios de su padre no iban todo lo bien que cabría desear. A pesar del gusto
exquisito de Fred Miller y su buen trato con los clientes, las ventas habían
bajado. Los nuevos movimientos artísticos estaban cambiándolo todo. Los
pintores hacían cuadros muy distintos; arriesgados y difíciles de vender. Por
eso el negocio estaba sufriendo una pequeña crisis. El señor Miller sabía que
era una época de cambios y, hasta que las cosas se aclararan, prefería ser precavido.
Estaban terminando la charla
cuando, de repente, una mujer alta y desgarbada hizo aparición al fondo de la
sala. La estancia estaba llena de gente que entraba y salía, personas que
parecían formar parte de un mismo grupo grisáceo. Sin embargo, aquella dama que
acababa de plantarse en la entrada resaltaba sobre el fondo. Poseía un aura tan
cálida que irradiaba algarabía.
—Oh, es Fernande Olivier…
—murmuró el marqués nada más ver a la muchacha—. Creí que llegaría más tarde.
Tras echar un vistazo a su
reloj, Valfierno volvió a guardarlo en el bolsillo. La mujer acababa de
avistarlos y en aquel momento avanzaba hacia ellos. Los pliegues de su ropa se
ondulaban a su paso. Destacaban en aquel entorno de formas rectilíneas. Al ver
que nadie en el grupo caía en su identidad, el marqués decidió poner al señor
Miller al corriente.
—Fernande es la novia de
Pablo Picasso. Está claro que ha venido al Salón para que yo te la presente.
Fue muy insistente conmigo ayer. Te lo ruego, Fred. Sé amable.
El marqués de Valfierno se
giró con amabilidad hacia Fernande, abrió los brazos en actitud cariñosa y
aguardó a que ella llegara a su encuentro. Al ver aquel gesto, Alfred comprobó
que no se equivocaba: el marqués sabía cómo atender a la gente para que se
sintiera cómoda a su lado. Algo indispensable para alguien con intenciones de
comprar o vender.
Agatha también observó el
cambio de registro del marqués y supo que su padre jamás haría un desprecio a
la muchacha. Por mucho que mantuviera sus reservas, el señor Miller tenía
grandes dosis de diplomacia. Y, de hecho, las puso en práctica en cuanto
Valfierno integró a Fernande en el grupo.
—Chicos, quiero presentaros
a la encantadora, dulce y preciosa Fernande Olivier —Valfierno tomó la mano de
Fernande y la hizo girar sobre sí misma—. Date la vuelta, querida. Vas hecha
una belleza. Deja que te admiremos.
—Señor marqués… —respondió
la muchacha, algo ruborizada al mostrar su envoltorio—. Creo que no es
necesario tanto halago.
—Fernande trabaja como
modelo de artistas —explicó Valfierno una vez que acabó con las
presentaciones—. Aparece en muchos de los cuadros de los jóvenes pintores de
Montmartre.
—¿Montmartre? —preguntó
Alfred.
—Es la colina de los
pintores —le aclaró Agatha—. Uno de los lugares más bohemios de París.
—Así es —asintió Fernande—.
Si buscáis un sitio auténtico y rebosante de arte, la visita a Montmartre es
obligada. Confío en que vengáis a comprobarlo.
El marqués cazó el
comentario al vuelo y no dudó en tirar del hilo mientras posaba sus ojos en el
señor Miller.
—Precisamente le estaba
diciendo a Fred que debería reservar un hueco para visitar a Pablo. No debe
perdérselo. Su obra es espectacular.
Las pupilas de Fernande
brillaron.
—¿De veras? —tras su
pregunta, la muchacha posó su mano sobre el antebrazo del hombre—. Nada me
haría más feliz que viniera a admirar el trabajo de Pablo, señor Miller. Se lo
agradezco mucho. Picasso es un gran artista.
Fernande se mostraba tan
entusiasmada que contagiaba su emoción a todo el grupo. Agatha dedujo que su
padre sería incapaz de negarse a tal explosión de sentimientos. Y, de hecho,
tal y como cualquiera habría deducido, el señor Miller fijó una cita para el
día siguiente.
—Va ser un honor recibiros
—exclamó Fernande tras cerrar la visita—. ¡Oh, qué emocionante! ¡Fred Miller en
nuestro estudio! Pablo va a ponerse muy contento.
Alfred pensó que la alegría
de Fernande era algo fuera de lo común. Y le resultaba curioso que detrás de
ella estuvieran esos cuadros de formas raras. Tal vez sí había algo en aquel
fondo que casaba con la muchacha, y puede que fueran esas pinturas. La
algarabía de Fernande parecía hacer juego con la sala; unas paredes decoradas
con motivos extraordinarios.