EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Capítulo Primero
Que trata de la condición y
ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de
cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los
de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla
de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los
sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El resto dela concluían sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los
días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa
una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay
alguna diferencia en los autores que de este caso escriben), aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración de él no se salga un punto de
la verdad.
Es, pues, de saber, que este
sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se
daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de
todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y
llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de
tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así
llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; y de todos ningunos le
parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la
claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas;
y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en
muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace,
de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra
fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones
perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas
que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros
que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos
no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces
competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en
Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o
Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno
llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para
todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en
lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se
enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer,
se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la
fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de
pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era
verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para
él no había otra historia más cierta en el mundo.
Decía él, que el Cid Ruy
Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero
de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medios dos fieros
y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en
Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de
Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía
mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación
gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien
criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando
le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó
aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él,
por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su
sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su
juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el
mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su
honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se
ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imaginábase el pobre ya
coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así
con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos
sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo,
fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín
y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un
rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran
falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto
suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que
encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su
espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que
había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la
había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de
nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él
quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de
ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su
rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron
en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era
razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin
nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien
había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues
estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el
nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al
nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a
su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró
otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda
dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda
se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose
que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a
secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se
llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre
de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba
muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas,
hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo,
se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien
enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin
fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por
mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les
acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a
quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce
señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el
cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra
grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar
nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora
de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que
tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA
DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había
puesto.
D. MIGUEL DE CERVANTES
__________________________________________________________________________________________________________________________________________________________________
Libros recomendado por el alumno Javier Pérez Castelo
El robo de La Gioconda. Las aventuras de Alfred & Agatha
Descripción:
París y su bohemia acogen a
Alfred, Agatha y Morritos durante sus vacaciones. Fred Miller, el padre de
Agatha, ha viajado hasta allí para revitalizar su negocio y los tres
investigadores no dudan en acompañarle. Una vez instalados, los chicos conocen
a Pablo Picasso, un florecient pintor que trabajaba en las calles de Montmarte.
Fascinado por la magia de la ciutat, Alfred aprovecha, además, para visitar a
George Méliès, un cineasta del que es admirador. El viaje promete ser
maravilloso. Pero todo cambiará cuando una mañana, Picasso sea acusado de robar
La Gioconda, el cuadro más famoso del Louvre. El equipo de Miller & Jones
tendrá que suspender sus vacaciones y adentrarse en un caso rebosante de
sospechas.
Capítulo 1 El Salón de Otoño
El eco de los visitantes
retumbaba entre las paredes del Grand Palais de París. Los susurros de las
señoras se sumaban al repiqueteo de los bastones de los caballeros, que
caminaban formando un ejército de piernas de madera. Al oírlos, cualquiera
podía hacerse una idea de lo mucho que la sociedad parisina deseaba la
inauguración de aquel acto.
El Salón de Otoño era una
cita imprescindible para los amantes de la pintura. Se celebraba una vez al año
y la exposición reunía las mejores obras del momento.
El señor Miller, el padre de
Agatha, no se perdía ninguna edición. Se movía en París como pez en el agua,
pues al dedicarse por completo al negocio del arte, no descuidaba ninguna
ocasión para tratar con posibles clientes.
Fred Miller era un hombre
muy práctico. De todas las señoras que paseaban entusiasmadas por el Grand
Palais, no había ninguna que se le despistara. Y lo mismo con los caballeros.
Tenía registrado a cada uno de ellos en su impecable cabeza, hasta el punto de
conocer bien sus biografías y la de todos sus parientes cercanos. Gracias a
eso, Fred Miller siempre sabía a quién preguntar, sobre qué cuestión y lo más
importante: de qué modo. Así conseguía la mejor efectividad para sus negocios.
Podría afirmarse de manera
rotunda que el señor Miller era un experto en París y sus costumbres, pues el
protocolo había sido el mismo año tras año. La visita al Salón de Otoño siempre
sucedía de igual modo, como si se tratara de uno de esos bailes de sociedad en los
que solo hubiera que memorizar los pasos. Sin embargo, aquella vez iba a ser
diferente. Fred Miller viajaba con compañía. Las características del negocio y
el ajetreo de ir de aquí para allá complicaban que su hija pudiera acompañarle
en sus viajes, pero en aquel caso el señor Miller había hecho una excepción.
París era la capital del
arte, una ciudad imprescindible para cualquier persona con inquietudes, y como
Agatha hacía tiempo que procuraba incluir a su amigo Alfred en todos sus
planes, el señor Miller había accedido a que fuera con ellos también.
Alfred estudiaba dibujo.
Estaba muy interesado por todo lo que tuviera relación con la pintura. El señor
Miller era consciente de su origen humilde, así que no había dudado en
comprarle el pasaje. Alfred podría observar las últimas tendencias y, quién
sabe, tal vez aquel viaje haría de él un gran artista. Fred Miller estaba
convencido de estar haciendo una buena inversión.
—Qué lugar más impresionante
—había exclamado Alfred la tarde que todos llegaron a la capital francesa—. Me
había hecho a la idea de que París sería bonita, pero jamás pensé que fuera
tan… grandiosa.
—Es una de las ciudades más bellas del mundo
—afirmó el señor Miller—. Sin olvidar Roma, por supuesto.
Fred Miller siempre hablaba
dejando probabilidades sueltas. No entraba en su carácter afirmar las cosas de
modo categórico y ese era uno de los rasgos que Agatha más admiraba de su
padre. Con él era fácil hablar de cualquier tema. A pesar de que, por culpa de
sus continuos viajes, la niña pasaba más tiempo al año con su madre, solía
sentirse más cercana a su padre y su modo de pensar.
El señor Miller afirmaba que
Agatha siempre podría hacer lo que se propusiera. Miraba con buenos ojos todas
y cada una de sus inquietudes. En especial, lo relativo a sus asuntos de
detectives. Gracias a él, Agatha había podido fundar Miller & Jones, su
agencia de investigación. El día que la niña lanzó su propuesta, algo que hizo,
por supuesto, una mañana que su padre estaba en casa, su madre no se había
posicionado muy a favor. Según la señora Miller, aquella ocurrencia tan
extravagante no era la más adecuada para una señorita del opulento barrio de
Bayswater, aunque tampoco se sofocó demasiado. Tal vez porque no creía que la
cosa fuera a mayores. Sin embargo, el señor Miller se mostró entusiasmado con
la idea. Sugirió que Agatha y Morritos debían instalarse en el invernadero y
que comenzaran a trabajar con ahínco, si ese era su deseo. Gracias a eso Miller
& Jones había nacido, había crecido y, tras sumar más tarde a Alfred al
equipo, había conseguido resolver numerosos entuertos.
Aquella mañana, por tanto,
Alfred, Agatha y Morritos cruzaron el umbral del Grand Palais encantados de
tomarse unas vacaciones. Los últimos casos de la agencia habían sido muy
intensos y el viaje supondría un bálsamo después de tanto ajetreo. París se les
presentaba como un lugar rebosante de cosas bonitas. Sobre todo para Alfred,
que estaba encantado con asistir al Salón de Otoño, la mejor exposición de
pintura del mundo.
Una vez dentro del pabellón,
el muchacho inspeccionó cada uno de los cuadros diseminados por las paredes con
la intención de retener lo máximo posible en su memoria.
—Si fuera por Alfred, nos
tiraríamos aquí todo el día —murmuró Agatha a Morritos en un volumen lo
bastante alto como para dejarse oír—. Creo que deberíamos prepararnos para
cuando visitemos el Museo del Louvre. Será capaz de quedarse en él hasta la
noche.
Alfred hizo como si la
conversación no fuera con él. Morritos, en cambio, resopló dándole la razón a
su socia. Ignoraba si a los perros se les permitía entrar en el museo, pero tal
vez ahorrarse aquella visita fuera una bendición en lugar de un fastidio.
Tras entregar sus abrigos en
la consigna, el señor Miller se aproximó a ellos y señaló al otro extremo del Grand
Palais.
—Vayamos hacia la sala 7. He
quedado allí con alguien. Además, quiero ver los cuadros de esa zona. Son lo
más moderno de la exposición.
Al oír aquello, Alfred se
incorporó frente a la pintura que estaba observando y, sin mediar palabra, echó
a andar tras el señor Miller. Agatha y Morritos se miraron con complicidad y se
sumaron al grupo. Era muy gracioso ver a Alfred comportarse de un modo tan
obediente.
Una vez en la sala 7, Agatha
y Morritos comprendieron a qué se refería el señor Miller. Lo que la estancia
ofrecía no tenía nada que ver con los cuadros que habitualmente decoraban las
mansiones de Londres. La sala poseía una paleta de colores que anonadaba a
cualquier visitante. Era cierto que Agatha había visto alguna pintura poco
habitual en el almacén de su padre, pero nada comparado con aquello. Alfred,
por su parte, admiraba embelesado cada una de las obras de la sala. Aquella
explosión de ideas era tan distinta, que no sabía por dónde empezar.
—Es impresionante, ¿verdad
que sí? — susurró el señor Miller al oído del chico—. Sabía que te gustaría.
Alfred intentó articular una
respuesta. Estaba deslumbrado por una de las pinturas, que mostraba la torre
Eiffel de un modo totalmente desordenado, como si estuviera descompuesta en
pedacitos. A pesar de que Alfred aún no había podido visitar el famoso
monumento, supo reconocer la torre nada más ver el cuadro. Jamás se le habría
ocurrido un modo tan original de representarla. Sin duda, aquel modo de pintar
era excepcional.
Iba a comentárselo al señor
Miller, pero se dio cuenta de que se había movido de su sitio. El padre de
Agatha se hallaba en el otro extremo de la sala y en aquellos momentos charlaba
amistosamente con otro hombre. Agatha y Morritos, que también se habían quedado
impactadas al ver la torre Eiffel desordenada, se aproximaron a Alfred, y los
tres aguardaron a que el señor Miller regresara.
—Os presento al marqués de
Valfierno —dijo este al llegar hacia ellos e introducir al recién llegado en el
grupo—. Es un viejo conocido y mi enlace en París. Puede presumir de ser el
mejor ojeador de obras de arte de la ciudad.
Agatha llevaba oyendo el
nombre de Valfierno toda la vida. Desde que era bien pequeña, aquel marqués
había sido mencionado en su casa cada vez que su padre viajaba a la capital
francesa. Así que se alegró, al fin, de ponerle cara.
Morritos también observó con
interés al nuevo individuo. Lucía una barba muy bien perfilada que dejaba ver
su tez morena. Tenía aspecto de haber dado muchos paseos por la playa, pues era
difícil que el sol parisino hubiera causado aquel tono de piel.
—Es un placer conoceros
—dijo el marqués con un marcado acento.
Alfred, a quien tampoco se
le había escapado el bronceado del desconocido, pensó que aquel modo de hablar
era de lo más seductor. Se trataba de una mezcla extraña. Y no era francesa. Su
curiosidad era tal, que el chico no vio nada de malo en indagar su origen.
—Usted no es de por aquí,
¿verdad?
Al oír aquello, el señor
Miller y el marqués de Valfierno se deshicieron en carcajadas. Las risas
duraron tanto tiempo que Alfred se planteó si habría dicho alguna tontería. No
obstante, Valfierno le sacó de dudas de inmediato.
—En efecto, mi lugar de
nacimiento no es París, sino Argentina —aclaró el hombre—. Supongo que mi modo
de hablar es una mezcla entre muchos acentos. Aunque he de advertirle, señor
Alfred, que la mayoría de los parisinos dedicados al arte nacieron en otros
lugares. Es una ciudad que acoge a todo el mundo. Da igual la procedencia. Por
eso estoy tan enamorado de ella.
No había duda de que el
señor Valfierno tenía alma de artista. Se notaba que su carácter era muy
apasionado. Agatha pensó cuán afortunado se sentiría con su oficio, un trabajo
que le permitía estar continuamente rodeado de gente muy creativa.
—Hablando de artistas
extranjeros —intervino el señor Miller dirigiéndose a Valfierno—, no veo ningún
cuadro de aquel pintor que me mencionaste. Ese que era español. No hay nada
suyo en la exposición.
—Ah, te refieres a Picasso
—respondió el marqués—. Sí, ha habido cierta controversia y este año no estará
en el Salón.
—¿Ah, no? —preguntó el señor
Miller con extrañeza.
Valfierno miró alrededor con
aire misterioso. Parecía que estuviera a punto de revelar algo impor tante a su
socio. Alfred, Agatha y Morritos pegaron el oído para escuchar el chisme;
aunque los tres intentaron que no se les notara demasiado.
—Todo es por culpa de esas
ideas tan revolucionarias que tiene sobre el arte —aclaró el marqués en voz
baja—. Pablo Picasso tiene mucho carácter. Habla demasiado y eso le está
costando muchas enemistades. Aunque eso no debería cambiar tu opinión acerca de
él.
—No sé, no sé. Tengo que
pensarlo —el señor Miller se rascó la barbilla—. Apoyar a un artista tan
polémico…
—Deberías conocerlo
—insistió el marqués—. No pierdes nada por ver sus pinturas. ¿Quién sabe? Lo mismo
es un buen negocio.
El señor Miller torció el
gesto y Agatha entendió lo que estaría pensando. Fred Miller poseía una mente
muy abierta, pero no tanto como para poner en peligro su reputación.
Agatha sabía que los
negocios de su padre no iban todo lo bien que cabría desear. A pesar del gusto
exquisito de Fred Miller y su buen trato con los clientes, las ventas habían
bajado. Los nuevos movimientos artísticos estaban cambiándolo todo. Los
pintores hacían cuadros muy distintos; arriesgados y difíciles de vender. Por
eso el negocio estaba sufriendo una pequeña crisis. El señor Miller sabía que
era una época de cambios y, hasta que las cosas se aclararan, prefería ser precavido.
Estaban terminando la charla
cuando, de repente, una mujer alta y desgarbada hizo aparición al fondo de la
sala. La estancia estaba llena de gente que entraba y salía, personas que
parecían formar parte de un mismo grupo grisáceo. Sin embargo, aquella dama que
acababa de plantarse en la entrada resaltaba sobre el fondo. Poseía un aura tan
cálida que irradiaba algarabía.
—Oh, es Fernande Olivier…
—murmuró el marqués nada más ver a la muchacha—. Creí que llegaría más tarde.
Tras echar un vistazo a su
reloj, Valfierno volvió a guardarlo en el bolsillo. La mujer acababa de
avistarlos y en aquel momento avanzaba hacia ellos. Los pliegues de su ropa se
ondulaban a su paso. Destacaban en aquel entorno de formas rectilíneas. Al ver
que nadie en el grupo caía en su identidad, el marqués decidió poner al señor
Miller al corriente.
—Fernande es la novia de
Pablo Picasso. Está claro que ha venido al Salón para que yo te la presente.
Fue muy insistente conmigo ayer. Te lo ruego, Fred. Sé amable.
El marqués de Valfierno se
giró con amabilidad hacia Fernande, abrió los brazos en actitud cariñosa y
aguardó a que ella llegara a su encuentro. Al ver aquel gesto, Alfred comprobó
que no se equivocaba: el marqués sabía cómo atender a la gente para que se
sintiera cómoda a su lado. Algo indispensable para alguien con intenciones de
comprar o vender.
Agatha también observó el
cambio de registro del marqués y supo que su padre jamás haría un desprecio a
la muchacha. Por mucho que mantuviera sus reservas, el señor Miller tenía
grandes dosis de diplomacia. Y, de hecho, las puso en práctica en cuanto
Valfierno integró a Fernande en el grupo.
—Chicos, quiero presentaros
a la encantadora, dulce y preciosa Fernande Olivier —Valfierno tomó la mano de
Fernande y la hizo girar sobre sí misma—. Date la vuelta, querida. Vas hecha
una belleza. Deja que te admiremos.
—Señor marqués… —respondió
la muchacha, algo ruborizada al mostrar su envoltorio—. Creo que no es
necesario tanto halago.
—Fernande trabaja como
modelo de artistas —explicó Valfierno una vez que acabó con las
presentaciones—. Aparece en muchos de los cuadros de los jóvenes pintores de
Montmartre.
—¿Montmartre? —preguntó
Alfred.
—Es la colina de los
pintores —le aclaró Agatha—. Uno de los lugares más bohemios de París.
—Así es —asintió Fernande—.
Si buscáis un sitio auténtico y rebosante de arte, la visita a Montmartre es
obligada. Confío en que vengáis a comprobarlo.
El marqués cazó el
comentario al vuelo y no dudó en tirar del hilo mientras posaba sus ojos en el
señor Miller.
—Precisamente le estaba
diciendo a Fred que debería reservar un hueco para visitar a Pablo. No debe
perdérselo. Su obra es espectacular.
Las pupilas de Fernande
brillaron.
—¿De veras? —tras su
pregunta, la muchacha posó su mano sobre el antebrazo del hombre—. Nada me
haría más feliz que viniera a admirar el trabajo de Pablo, señor Miller. Se lo
agradezco mucho. Picasso es un gran artista.
Fernande se mostraba tan
entusiasmada que contagiaba su emoción a todo el grupo. Agatha dedujo que su
padre sería incapaz de negarse a tal explosión de sentimientos. Y, de hecho,
tal y como cualquiera habría deducido, el señor Miller fijó una cita para el
día siguiente.
—Va ser un honor recibiros
—exclamó Fernande tras cerrar la visita—. ¡Oh, qué emocionante! ¡Fred Miller en
nuestro estudio! Pablo va a ponerse muy contento.
Alfred pensó que la alegría
de Fernande era algo fuera de lo común. Y le resultaba curioso que detrás de
ella estuvieran esos cuadros de formas raras. Tal vez sí había algo en aquel
fondo que casaba con la muchacha, y puede que fueran esas pinturas. La
algarabía de Fernande parecía hacer juego con la sala; unas paredes decoradas
con motivos extraordinarios.
MES DE OCTUBRE
EL CASO DEL ROBOT
HIPNOTIZADOR
Este año el Concurso
Científico de Hills Town gira en torno a uno de los personajes más fascinantes
de la historia, Leonardo Da Vinci, y parece que el genial profesor Clik, una
vez más, volverá a ganar con su inigualable tornillo aéreo. Sin embargo, las
cosas comienzan a torcerse cuando el malévolo Conde de Lam y sus secuaces
intentan arrebatarle el primer puesto con tretas y artimañas de la peor calaña.
Un robot hipnotizador, que esconde un oscuro secreto, pondrá en peligro no solo
la victoria de nuestro querido profesor sino también ¡a todos los niños de
Hills Town!
¿Conseguirá la pandilla Clik
impedir esta catástrofe? Seguro que la valentía y el ingenio de Elliot, Dani y
Kyra vencerán las malvadas intenciones del Conde de Lam. ¡Ah!, y no olvidemos a
Leonardo, la simpática mascota que los acompaña en todas sus aventuras.
Una Mañana Agitada
¡Vaya lío de cajas en el
salón! Ya se sabe que las mudanzas son siempre así, un poco desastre, pero esa
mañana estaba siendo especialmente caótica en la nueva casa de la abuela
Margaret, en Hills Town. Kyra, deportista como es, no paraba quieta, de un lado
a otro dando golpecitos a su pelota de voleibol. Del salón a la cocina, de la
cocina al salón… —¡Te quieres acabar la leche de una vez! —le dijo la abuela,
un poco enfadada, mientras sacaba cuidadosamente la vajilla de porcelana de una
de las cajas. —Me la acabo en un santiamén, abuela —contestó Kyra, dando el
último sorbo a su tazón rosa—. Ayer me apunté a la competición de voleibol del
festival y dentro de media hora empieza el primer partido, así que tenemos que
darnos prisa, ¿verdad, Dani? —exclamó mirando a la estantería que estaba al
fondo de la habitación.
De repente, asomó una
despeinada cabeza de detrás del mueble. Era Dani, que estaba revisando sus
cajones, probablemente en busca de algo para su interminable colección de
«cosas que algún día me pueden servir para algo». No podía evitarlo, sus
bolsillos siempre estaban repletos de los pequeños tesoros que iba encontrando.
—Ya va, ya va —le respondió sin mucha convicción a su hermana, que estaba
haciendo calentamientos frente a la puerta de salida. La señora Margaret se
acababa de mudar a Hills Town y sus nietos, Kyra y Dani, habían llegado el día
anterior de la ciudad a pasar unos días con ella para ayudarla a vaciar las
cajas y ordenarlo todo. Pero eso de «ayudarla» parecía haberse quedado en el
olvido, porque lo cierto era que el festival, que se organizaba aquel fin de
semana en el pueblo, llamaba más la atención a los niños que cualquier labor
doméstica. Dani tenía 7 años y era un chico muy tranquilo que, además de no ser
amigo de las prisas, podía perder absolutamente la noción del tiempo cuando se
trababa de encontrar nuevas piezas para su peculiar colección.
—A ver —repasó—. En el
bolsillo derecho tengo una minilinterna y dos chapas de refresco sin premio; en
el izquierdo, un tapón de corcho, una lupa y dos botones; en el trasero, un
tornillo, dos clips y una tirita vieja. ¡Todo en orden! —concluyó. —¿Listo? —le
preguntó Kyra, que, con el balón en la mano y los leotardos de rayas, no podía
estar más preparada para «demoler» a sus adversarias en el partido que iba a
celebrarse. Al contrario que su hermano, la niña, dos años mayor que él, era un
auténtico torbellino y le costaba estar en la misma posición más de 5 segundos.
Aunque con estilos diferentes, sí había algo que estos dos hermanos compartían:
la fascinación por aprender cosas nuevas. En eso sí que eran muy parecidos.
—¡Que si ya estás listo! —gritó esta vez Kyra un poco malhumorada.
Dani parecía estar pensando
en las musarañas en medio del salón, absolutamente ajeno a las prisas de ella.
—¡Sí, sí…, ya estoy, ya estoy! Quién sabe en qué estaría pensando Dani antes de
que los gritos de su hermana lo despertaran. Quizás en la bonita lagartija que
había visto esa mañana en el jardín, o quizás, en la manera de entretenerse
durante el partido de Kyra. La verdad es que Dani y los deportes no eran muy
amigos, pero una hermana es una hermana y quería estar presente para alentarla.
—¡Adiós, abuela! —se despidieron los hermanos. —Adiós, chicos, pasadlo bien y
¡no lleguéis tarde a comer! —les respondió la señora Margaret. Los niños
salieron al jardín y se montaron en sus bicicletas, transporte indispensable en
Hills Town, el pueblo de las siete colinas. Las calles de la nueva residencia
de su abuela eran interminables cuestas que subían y bajaban, y esa mañana Kyra
estaba dispuesta a recorrerlas velozmente para llegar a su anhelado partido.
Pedaleando, su bici parecía volar sobre el camino. Estaba contenta, hacía un
tiempo estupendo y se sentía en plena forma. Detrás de ella iba Dani tratando
de seguirle el ritmo y sudando la gota gorda. «¿De dónde sacará tanta energía
esta chica?», pensó.
—¡Uf! —resopló—. No puedo
más. ¡Dame un respiro! Kyra frenó en seco al escuchar a su hermano, miró hacia
atrás con desdén y gritó: —¡Vamos, Dani, que llegaremos tarde!
Y tenía razón, llegarían
tarde. Pero no por la lentitud de su hermano, sino por lo que estaba a punto de
ocurrir dentro de tres segundos para ser exactos. Dos…, uno…
Buenas, soy José Fco. Rodríguez, papá de Paula María. Mi entrada es para dar la enhorabuena por la creación, mantenimiento y evolución de este Blog; me parece magnífico que se fomente desde el mismo el amor a la lectura, y también me parece que es una herramienta extraordinaria para estar en continuo contacto tanto profesor,alumnos y padres. Lo dicho, mi mas sincera felicitación por la creación y mantenimiento de este Blog. UN SALUDO A TODOS....
ResponderEliminar