martes, 1 de septiembre de 2015

NUESTRO RINCÓN LITERARIO




EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Capítulo Primero

Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto dela concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que de este caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medios dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.


 D. MIGUEL DE CERVANTES

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Libros recomendado por el alumno Javier Pérez Castelo
























El robo de La Gioconda. Las aventuras de Alfred & Agatha
Descripción:

París y su bohemia acogen a Alfred, Agatha y Morritos durante sus vacaciones. Fred Miller, el padre de Agatha, ha viajado hasta allí para revitalizar su negocio y los tres investigadores no dudan en acompañarle. Una vez instalados, los chicos conocen a Pablo Picasso, un florecient pintor que trabajaba en las calles de Montmarte. Fascinado por la magia de la ciutat, Alfred aprovecha, además, para visitar a George Méliès, un cineasta del que es admirador. El viaje promete ser maravilloso. Pero todo cambiará cuando una mañana, Picasso sea acusado de robar La Gioconda, el cuadro más famoso del Louvre. El equipo de Miller & Jones tendrá que suspender sus vacaciones y adentrarse en un caso rebosante de sospechas.


Capítulo 1 El Salón de Otoño
El eco de los visitantes retumbaba entre las paredes del Grand Palais de París. Los susurros de las señoras se sumaban al repiqueteo de los bastones de los caballeros, que caminaban formando un ejército de piernas de madera. Al oírlos, cualquiera podía hacerse una idea de lo mucho que la sociedad parisina deseaba la inauguración de aquel acto.
El Salón de Otoño era una cita imprescindible para los amantes de la pintura. Se celebraba una vez al año y la exposición reunía las mejores obras del momento.
El señor Miller, el padre de Agatha, no se perdía ninguna edición. Se movía en París como pez en el agua, pues al dedicarse por completo al negocio del arte, no descuidaba ninguna ocasión para tratar con posibles clientes.
Fred Miller era un hombre muy práctico. De todas las señoras que paseaban entusiasmadas por el Grand Palais, no había ninguna que se le despistara. Y lo mismo con los caballeros. Tenía registrado a cada uno de ellos en su impecable cabeza, hasta el punto de conocer bien sus biografías y la de todos sus parientes cercanos. Gracias a eso, Fred Miller siempre sabía a quién preguntar, sobre qué cuestión y lo más importante: de qué modo. Así conseguía la mejor efectividad para sus negocios.
Podría afirmarse de manera rotunda que el señor Miller era un experto en París y sus costumbres, pues el protocolo había sido el mismo año tras año. La visita al Salón de Otoño siempre sucedía de igual modo, como si se tratara de uno de esos bailes de sociedad en los que solo hubiera que memorizar los pasos. Sin embargo, aquella vez iba a ser diferente. Fred Miller viajaba con compañía. Las características del negocio y el ajetreo de ir de aquí para allá complicaban que su hija pudiera acompañarle en sus viajes, pero en aquel caso el señor Miller había hecho una excepción.
París era la capital del arte, una ciudad imprescindible para cualquier persona con inquietudes, y como Agatha hacía tiempo que procuraba incluir a su amigo Alfred en todos sus planes, el señor Miller había accedido a que fuera con ellos también.
Alfred estudiaba dibujo. Estaba muy interesado por todo lo que tuviera relación con la pintura. El señor Miller era consciente de su origen humilde, así que no había dudado en comprarle el pasaje. Alfred podría observar las últimas tendencias y, quién sabe, tal vez aquel viaje haría de él un gran artista. Fred Miller estaba convencido de estar haciendo una buena inversión.
—Qué lugar más impresionante —había exclamado Alfred la tarde que todos llegaron a la capital francesa—. Me había hecho a la idea de que París sería bonita, pero jamás pensé que fuera tan… grandiosa.
 —Es una de las ciudades más bellas del mundo —afirmó el señor Miller—. Sin olvidar Roma, por supuesto.
Fred Miller siempre hablaba dejando probabilidades sueltas. No entraba en su carácter afirmar las cosas de modo categórico y ese era uno de los rasgos que Agatha más admiraba de su padre. Con él era fácil hablar de cualquier tema. A pesar de que, por culpa de sus continuos viajes, la niña pasaba más tiempo al año con su madre, solía sentirse más cercana a su padre y su modo de pensar.
El señor Miller afirmaba que Agatha siempre podría hacer lo que se propusiera. Miraba con buenos ojos todas y cada una de sus inquietudes. En especial, lo relativo a sus asuntos de detectives. Gracias a él, Agatha había podido fundar Miller & Jones, su agencia de investigación. El día que la niña lanzó su propuesta, algo que hizo, por supuesto, una mañana que su padre estaba en casa, su madre no se había posicionado muy a favor. Según la señora Miller, aquella ocurrencia tan extravagante no era la más adecuada para una señorita del opulento barrio de Bayswater, aunque tampoco se sofocó demasiado. Tal vez porque no creía que la cosa fuera a mayores. Sin embargo, el señor Miller se mostró entusiasmado con la idea. Sugirió que Agatha y Morritos debían instalarse en el invernadero y que comenzaran a trabajar con ahínco, si ese era su deseo. Gracias a eso Miller & Jones había nacido, había crecido y, tras sumar más tarde a Alfred al equipo, había conseguido resolver numerosos entuertos.
Aquella mañana, por tanto, Alfred, Agatha y Morritos cruzaron el umbral del Grand Palais encantados de tomarse unas vacaciones. Los últimos casos de la agencia habían sido muy intensos y el viaje supondría un bálsamo después de tanto ajetreo. París se les presentaba como un lugar rebosante de cosas bonitas. Sobre todo para Alfred, que estaba encantado con asistir al Salón de Otoño, la mejor exposición de pintura del mundo.
Una vez dentro del pabellón, el muchacho inspeccionó cada uno de los cuadros diseminados por las paredes con la intención de retener lo máximo posible en su memoria.
—Si fuera por Alfred, nos tiraríamos aquí todo el día —murmuró Agatha a Morritos en un volumen lo bastante alto como para dejarse oír—. Creo que deberíamos prepararnos para cuando visitemos el Museo del Louvre. Será capaz de quedarse en él hasta la noche.
Alfred hizo como si la conversación no fuera con él. Morritos, en cambio, resopló dándole la razón a su socia. Ignoraba si a los perros se les permitía entrar en el museo, pero tal vez ahorrarse aquella visita fuera una bendición en lugar de un fastidio.
Tras entregar sus abrigos en la consigna, el señor Miller se aproximó a ellos y señaló al otro extremo del Grand Palais.
—Vayamos hacia la sala 7. He quedado allí con alguien. Además, quiero ver los cuadros de esa zona. Son lo más moderno de la exposición.
Al oír aquello, Alfred se incorporó frente a la pintura que estaba observando y, sin mediar palabra, echó a andar tras el señor Miller. Agatha y Morritos se miraron con complicidad y se sumaron al grupo. Era muy gracioso ver a Alfred comportarse de un modo tan obediente.
Una vez en la sala 7, Agatha y Morritos comprendieron a qué se refería el señor Miller. Lo que la estancia ofrecía no tenía nada que ver con los cuadros que habitualmente decoraban las mansiones de Londres. La sala poseía una paleta de colores que anonadaba a cualquier visitante. Era cierto que Agatha había visto alguna pintura poco habitual en el almacén de su padre, pero nada comparado con aquello. Alfred, por su parte, admiraba embelesado cada una de las obras de la sala. Aquella explosión de ideas era tan distinta, que no sabía por dónde empezar.
—Es impresionante, ¿verdad que sí? — susurró el señor Miller al oído del chico—. Sabía que te gustaría.
Alfred intentó articular una respuesta. Estaba deslumbrado por una de las pinturas, que mostraba la torre Eiffel de un modo totalmente desordenado, como si estuviera descompuesta en pedacitos. A pesar de que Alfred aún no había podido visitar el famoso monumento, supo reconocer la torre nada más ver el cuadro. Jamás se le habría ocurrido un modo tan original de representarla. Sin duda, aquel modo de pintar era excepcional.
Iba a comentárselo al señor Miller, pero se dio cuenta de que se había movido de su sitio. El padre de Agatha se hallaba en el otro extremo de la sala y en aquellos momentos charlaba amistosamente con otro hombre. Agatha y Morritos, que también se habían quedado impactadas al ver la torre Eiffel desordenada, se aproximaron a Alfred, y los tres aguardaron a que el señor Miller regresara.
—Os presento al marqués de Valfierno —dijo este al llegar hacia ellos e introducir al recién llegado en el grupo—. Es un viejo conocido y mi enlace en París. Puede presumir de ser el mejor ojeador de obras de arte de la ciudad.
Agatha llevaba oyendo el nombre de Valfierno toda la vida. Desde que era bien pequeña, aquel marqués había sido mencionado en su casa cada vez que su padre viajaba a la capital francesa. Así que se alegró, al fin, de ponerle cara.
Morritos también observó con interés al nuevo individuo. Lucía una barba muy bien perfilada que dejaba ver su tez morena. Tenía aspecto de haber dado muchos paseos por la playa, pues era difícil que el sol parisino hubiera causado aquel tono de piel.
—Es un placer conoceros —dijo el marqués con un marcado acento.
Alfred, a quien tampoco se le había escapado el bronceado del desconocido, pensó que aquel modo de hablar era de lo más seductor. Se trataba de una mezcla extraña. Y no era francesa. Su curiosidad era tal, que el chico no vio nada de malo en indagar su origen.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad?
Al oír aquello, el señor Miller y el marqués de Valfierno se deshicieron en carcajadas. Las risas duraron tanto tiempo que Alfred se planteó si habría dicho alguna tontería. No obstante, Valfierno le sacó de dudas de inmediato.

—En efecto, mi lugar de nacimiento no es París, sino Argentina —aclaró el hombre—. Supongo que mi modo de hablar es una mezcla entre muchos acentos. Aunque he de advertirle, señor Alfred, que la mayoría de los parisinos dedicados al arte nacieron en otros lugares. Es una ciudad que acoge a todo el mundo. Da igual la procedencia. Por eso estoy tan enamorado de ella.
No había duda de que el señor Valfierno tenía alma de artista. Se notaba que su carácter era muy apasionado. Agatha pensó cuán afortunado se sentiría con su oficio, un trabajo que le permitía estar continuamente rodeado de gente muy creativa.
—Hablando de artistas extranjeros —intervino el señor Miller dirigiéndose a Valfierno—, no veo ningún cuadro de aquel pintor que me mencionaste. Ese que era español. No hay nada suyo en la exposición.
—Ah, te refieres a Picasso —respondió el marqués—. Sí, ha habido cierta controversia y este año no estará en el Salón.
—¿Ah, no? —preguntó el señor Miller con extrañeza.
Valfierno miró alrededor con aire misterioso. Parecía que estuviera a punto de revelar algo impor tante a su socio. Alfred, Agatha y Morritos pegaron el oído para escuchar el chisme; aunque los tres intentaron que no se les notara demasiado.
—Todo es por culpa de esas ideas tan revolucionarias que tiene sobre el arte —aclaró el marqués en voz baja—. Pablo Picasso tiene mucho carácter. Habla demasiado y eso le está costando muchas enemistades. Aunque eso no debería cambiar tu opinión acerca de él.
—No sé, no sé. Tengo que pensarlo —el señor Miller se rascó la barbilla—. Apoyar a un artista tan polémico…
—Deberías conocerlo —insistió el marqués—. No pierdes nada por ver sus pinturas. ¿Quién sabe? Lo mismo es un buen negocio.
El señor Miller torció el gesto y Agatha entendió lo que estaría pensando. Fred Miller poseía una mente muy abierta, pero no tanto como para poner en peligro su reputación.
Agatha sabía que los negocios de su padre no iban todo lo bien que cabría desear. A pesar del gusto exquisito de Fred Miller y su buen trato con los clientes, las ventas habían bajado. Los nuevos movimientos artísticos estaban cambiándolo todo. Los pintores hacían cuadros muy distintos; arriesgados y difíciles de vender. Por eso el negocio estaba sufriendo una pequeña crisis. El señor Miller sabía que era una época de cambios y, hasta que las cosas se aclararan, prefería ser precavido.
Estaban terminando la charla cuando, de repente, una mujer alta y desgarbada hizo aparición al fondo de la sala. La estancia estaba llena de gente que entraba y salía, personas que parecían formar parte de un mismo grupo grisáceo. Sin embargo, aquella dama que acababa de plantarse en la entrada resaltaba sobre el fondo. Poseía un aura tan cálida que irradiaba algarabía.
—Oh, es Fernande Olivier… —murmuró el marqués nada más ver a la muchacha—. Creí que llegaría más tarde.
Tras echar un vistazo a su reloj, Valfierno volvió a guardarlo en el bolsillo. La mujer acababa de avistarlos y en aquel momento avanzaba hacia ellos. Los pliegues de su ropa se ondulaban a su paso. Destacaban en aquel entorno de formas rectilíneas. Al ver que nadie en el grupo caía en su identidad, el marqués decidió poner al señor Miller al corriente.
—Fernande es la novia de Pablo Picasso. Está claro que ha venido al Salón para que yo te la presente. Fue muy insistente conmigo ayer. Te lo ruego, Fred. Sé amable.
El marqués de Valfierno se giró con amabilidad hacia Fernande, abrió los brazos en actitud cariñosa y aguardó a que ella llegara a su encuentro. Al ver aquel gesto, Alfred comprobó que no se equivocaba: el marqués sabía cómo atender a la gente para que se sintiera cómoda a su lado. Algo indispensable para alguien con intenciones de comprar o vender.
Agatha también observó el cambio de registro del marqués y supo que su padre jamás haría un desprecio a la muchacha. Por mucho que mantuviera sus reservas, el señor Miller tenía grandes dosis de diplomacia. Y, de hecho, las puso en práctica en cuanto Valfierno integró a Fernande en el grupo.
—Chicos, quiero presentaros a la encantadora, dulce y preciosa Fernande Olivier —Valfierno tomó la mano de Fernande y la hizo girar sobre sí misma—. Date la vuelta, querida. Vas hecha una belleza. Deja que te admiremos.
—Señor marqués… —respondió la muchacha, algo ruborizada al mostrar su envoltorio—. Creo que no es necesario tanto halago.
—Fernande trabaja como modelo de artistas —explicó Valfierno una vez que acabó con las presentaciones—. Aparece en muchos de los cuadros de los jóvenes pintores de Montmartre.
—¿Montmartre? —preguntó Alfred.
—Es la colina de los pintores —le aclaró Agatha—. Uno de los lugares más bohemios de París.
—Así es —asintió Fernande—. Si buscáis un sitio auténtico y rebosante de arte, la visita a Montmartre es obligada. Confío en que vengáis a comprobarlo.
El marqués cazó el comentario al vuelo y no dudó en tirar del hilo mientras posaba sus ojos en el señor Miller.
—Precisamente le estaba diciendo a Fred que debería reservar un hueco para visitar a Pablo. No debe perdérselo. Su obra es espectacular.
Las pupilas de Fernande brillaron.
—¿De veras? —tras su pregunta, la muchacha posó su mano sobre el antebrazo del hombre—. Nada me haría más feliz que viniera a admirar el trabajo de Pablo, señor Miller. Se lo agradezco mucho. Picasso es un gran artista.
Fernande se mostraba tan entusiasmada que contagiaba su emoción a todo el grupo. Agatha dedujo que su padre sería incapaz de negarse a tal explosión de sentimientos. Y, de hecho, tal y como cualquiera habría deducido, el señor Miller fijó una cita para el día siguiente.
—Va ser un honor recibiros —exclamó Fernande tras cerrar la visita—. ¡Oh, qué emocionante! ¡Fred Miller en nuestro estudio! Pablo va a ponerse muy contento.
Alfred pensó que la alegría de Fernande era algo fuera de lo común. Y le resultaba curioso que detrás de ella estuvieran esos cuadros de formas raras. Tal vez sí había algo en aquel fondo que casaba con la muchacha, y puede que fueran esas pinturas. La algarabía de Fernande parecía hacer juego con la sala; unas paredes decoradas con motivos extraordinarios.





MES DE OCTUBRE

EL CASO DEL ROBOT HIPNOTIZADOR

Este año el Concurso Científico de Hills Town gira en torno a uno de los personajes más fascinantes de la historia, Leonardo Da Vinci, y parece que el genial profesor Clik, una vez más, volverá a ganar con su inigualable tornillo aéreo. Sin embargo, las cosas comienzan a torcerse cuando el malévolo Conde de Lam y sus secuaces intentan arrebatarle el primer puesto con tretas y artimañas de la peor calaña. Un robot hipnotizador, que esconde un oscuro secreto, pondrá en peligro no solo la victoria de nuestro querido profesor sino también ¡a todos los niños de Hills Town!

¿Conseguirá la pandilla Clik impedir esta catástrofe? Seguro que la valentía y el ingenio de Elliot, Dani y Kyra vencerán las malvadas intenciones del Conde de Lam. ¡Ah!, y no olvidemos a Leonardo, la simpática mascota que los acompaña en todas sus aventuras.

Una Mañana Agitada

¡Vaya lío de cajas en el salón! Ya se sabe que las mudanzas son siempre así, un poco desastre, pero esa mañana estaba siendo especialmente caótica en la nueva casa de la abuela Margaret, en Hills Town. Kyra, deportista como es, no paraba quieta, de un lado a otro dando golpecitos a su pelota de voleibol. Del salón a la cocina, de la cocina al salón… —¡Te quieres acabar la leche de una vez! —le dijo la abuela, un poco enfadada, mientras sacaba cuidadosamente la vajilla de porcelana de una de las cajas. —Me la acabo en un santiamén, abuela —contestó Kyra, dando el último sorbo a su tazón rosa—. Ayer me apunté a la competición de voleibol del festival y dentro de media hora empieza el primer partido, así que tenemos que darnos prisa, ¿verdad, Dani? —exclamó mirando a la estantería que estaba al fondo de la habitación.
De repente, asomó una despeinada cabeza de detrás del mueble. Era Dani, que estaba revisando sus cajones, probablemente en busca de algo para su interminable colección de «cosas que algún día me pueden servir para algo». No podía evitarlo, sus bolsillos siempre estaban repletos de los pequeños tesoros que iba encontrando. —Ya va, ya va —le respondió sin mucha convicción a su hermana, que estaba haciendo calentamientos frente a la puerta de salida. La señora Margaret se acababa de mudar a Hills Town y sus nietos, Kyra y Dani, habían llegado el día anterior de la ciudad a pasar unos días con ella para ayudarla a vaciar las cajas y ordenarlo todo. Pero eso de «ayudarla» parecía haberse quedado en el olvido, porque lo cierto era que el festival, que se organizaba aquel fin de semana en el pueblo, llamaba más la atención a los niños que cualquier labor doméstica. Dani tenía 7 años y era un chico muy tranquilo que, además de no ser amigo de las prisas, podía perder absolutamente la noción del tiempo cuando se trababa de encontrar nuevas piezas para su peculiar colección.
—A ver —repasó—. En el bolsillo derecho tengo una minilinterna y dos chapas de refresco sin premio; en el izquierdo, un tapón de corcho, una lupa y dos botones; en el trasero, un tornillo, dos clips y una tirita vieja. ¡Todo en orden! —concluyó. —¿Listo? —le preguntó Kyra, que, con el balón en la mano y los leotardos de rayas, no podía estar más preparada para «demoler» a sus adversarias en el partido que iba a celebrarse. Al contrario que su hermano, la niña, dos años mayor que él, era un auténtico torbellino y le costaba estar en la misma posición más de 5 segundos. Aunque con estilos diferentes, sí había algo que estos dos hermanos compartían: la fascinación por aprender cosas nuevas. En eso sí que eran muy parecidos. —¡Que si ya estás listo! —gritó esta vez Kyra un poco malhumorada.
Dani parecía estar pensando en las musarañas en medio del salón, absolutamente ajeno a las prisas de ella. —¡Sí, sí…, ya estoy, ya estoy! Quién sabe en qué estaría pensando Dani antes de que los gritos de su hermana lo despertaran. Quizás en la bonita lagartija que había visto esa mañana en el jardín, o quizás, en la manera de entretenerse durante el partido de Kyra. La verdad es que Dani y los deportes no eran muy amigos, pero una hermana es una hermana y quería estar presente para alentarla. —¡Adiós, abuela! —se despidieron los hermanos. —Adiós, chicos, pasadlo bien y ¡no lleguéis tarde a comer! —les respondió la señora Margaret. Los niños salieron al jardín y se montaron en sus bicicletas, transporte indispensable en Hills Town, el pueblo de las siete colinas. Las calles de la nueva residencia de su abuela eran interminables cuestas que subían y bajaban, y esa mañana Kyra estaba dispuesta a recorrerlas velozmente para llegar a su anhelado partido. Pedaleando, su bici parecía volar sobre el camino. Estaba contenta, hacía un tiempo estupendo y se sentía en plena forma. Detrás de ella iba Dani tratando de seguirle el ritmo y sudando la gota gorda. «¿De dónde sacará tanta energía esta chica?», pensó.
—¡Uf! —resopló—. No puedo más. ¡Dame un respiro! Kyra frenó en seco al escuchar a su hermano, miró hacia atrás con desdén y gritó: —¡Vamos, Dani, que llegaremos tarde!
Y tenía razón, llegarían tarde. Pero no por la lentitud de su hermano, sino por lo que estaba a punto de ocurrir dentro de tres segundos para ser exactos. Dos…, uno…


1 comentario:

  1. Buenas, soy José Fco. Rodríguez, papá de Paula María. Mi entrada es para dar la enhorabuena por la creación, mantenimiento y evolución de este Blog; me parece magnífico que se fomente desde el mismo el amor a la lectura, y también me parece que es una herramienta extraordinaria para estar en continuo contacto tanto profesor,alumnos y padres. Lo dicho, mi mas sincera felicitación por la creación y mantenimiento de este Blog. UN SALUDO A TODOS....

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