sábado, 30 de abril de 2016
martes, 19 de abril de 2016
EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA. Celebramos el cuatrocientos aniversario de la muerte de D. Miguel de Cervantes
Capítulo Primero
Que trata de la condición y
ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de
cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los
de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla
de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los
sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El resto dela concluían sayo de
velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los
días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa
una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión
recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza.
Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay
alguna diferencia en los autores que de este caso escriben), aunque por
conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración de él no se salga un punto de
la verdad.
Es, pues, de saber, que este
sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se
daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de
todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y
llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de
tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así
llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos; y de todos ningunos le
parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la
claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas;
y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en
muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace,
de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra
fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad
divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones
perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas
que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros
que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos
no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces
competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en
Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o
Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno
llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don
Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para
todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en
lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se
enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer,
se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la
fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de
pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y
disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era
verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para
él no había otra historia más cierta en el mundo.
Decía él, que el Cid Ruy
Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero
de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medios dos fieros
y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en
Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de
Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía
mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación
gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien
criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando
le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó
aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él,
por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su
sobrina de añadidura.
En efecto, rematado ya su
juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el
mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su
honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse
por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a
ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se
ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.
Imaginábase el pobre ya
coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así
con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos
sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo,
fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín
y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un
rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran
falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto
suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que
encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su
espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que
había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la
había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de
nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él
quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de
ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su
rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de
Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de
Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron
en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era
razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin
nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien
había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues
estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el
nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al
nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó,
borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era,
que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a
su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró
otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda
dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda
se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose
que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a
secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se
llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre
de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba
muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas,
hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo,
se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien
enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin
fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por
mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les
acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto
por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a
quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce
señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante
Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el
cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra
grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen
caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar
nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo
había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo
enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora
de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que
tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA
DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había
puesto.
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